MUERA ESPAÑA !!! VIVA LA CONSTITUCIÓN¡¡¡
Desde este Bloc del Frente Identitario ya hemos manifestado lo que significa la llamada "Constitución" y todo el Ordenamiento Jurídico que de él de ha derivado.
A continuación os pasamos un artículo de la Organización patriótica catalana SOMATEMPS, que se ha convertido en los últimos años como una verdadera organización de masas y referente intelectual del llamado mundo patriótico.
Es muy necesario leerlo con detenimiento y prestarle la debida antención pues descubriremos cosas sobre esta ley que son desconocidas y escondidas a nuestro pueblo.
Reflexiones
sobre la Constitución del 78, el fin de la transición y la cuestión
nacionalista
La
transición democrática sólo fue posible gracias a presentarse,
aparente y formalmente, como una continuidad del régimen el
franquista y no como una ruptura radical con el mismo. Por mucho que
hoy se nos quiera mostrar la aprobación de la Carta Magna española
como un acto constituyente de un nuevo régimen e independiente del
anterior, esto no fue jurídicamente así. Torcuato Fernández-Miranda
y su famosa argucia: “de la ley a la ley” fue el artífice de
esta estratagema que permitió este carácter continuista de la
transición.
No en
vano, a la Constitución del 78 se la conoció inicialmente como la
“octava” Ley Fundamental del Movimiento. Ello no impidió que la
Carta Magna derivara en contradicciones evidentes y previsibles: por
un lado, se debía a un proceso legal derivado del franquismo y, a la
vez, se redactó para desarrollar un cuerpo jurídico que disolviera
el régimen del que procedía. La nueva Constitución fue aprobada en
referendo y se consumó como una extraña continuidad-rupturista con
el Régimen anterior. De ahí que aún arrastre contradicciones que
la llevan, con mayor o menor premura, a su autodestrucción.
Errores
en el proceso constituyente: ¿legalidad y legitimidad?
Muchos
políticos, medios de comunicación y “expertos”, han trabajado
durante décadas para presentarnos la Constitución del 78 como
símbolo de ruptura para con el franquismo y el inicio de una
etapa radicalmente diferente, en el orden político. Para ello se ha
ido creando el imaginario de un “pueblo” que se levantaba contra
la tiranía e imponía su voluntad y ansias de libertad, “dándose”
a sí mismo una Constitución democrática. A ello se unió el pacto
de silencio sobre el verdadero origen de la nueva “clase política
democrática”, tanto los dirigentes pertenecientes a la UCD como
los del PSOE. Estos dos grandes partidos que surgían aparentemente
de la nada con unos recursos inimaginables y de sospechoso origen,
configuraron el bipartidismo. Nadie quiso denunciar que buena parte
de esta nueva casta, distribuida entre derecha e izquierda, procedía
de muchas de las viejas familias franquistas. El reciclaje en
“demócratas de toda la vida”, fueran socialdemócratas o del
centro conservador, se produjo de la noche a la mañana.
Podríamos
recurrir a muchos textos de expertos constitucionalistas y
básicamente muchos de ellos tienen que reconocer que se produjo esa
continuidad legal con el anterior régimen. Sin embargo, para
distanciarse, presuponen que el nuevo régimen democrático tuvo
–aunque con fallos- su propio proceso constituyente y que aunque
la legalidad provenía del cuerpo jurídico franquista, su
legitimidad provenía del pueblo que la había refrendado.
Este recurso intelectual para presentar la Constitución como fruto
de la voluntad del pueblo español, tenía sus peligros. El más
grande es que se concedía una primacía a la voluntad política
sobre la legalidad. De ahí que la Carta Magna, acabara –y aún hoy
en día es así- dependiendo de las voluntades políticas dominantes.
De hecho su estabilidad durante una generación, se debió a que las
esas voluntades políticas llegaron al famoso “consenso”. Pero
cuando éste se resquebraja, la legitimidad del texto desaparece.
Este
mal de raíz, aunque se haya querido ocultar siempre, no ha
desaparecido. Hoy por hoy, la interpretación del texto
constitucional depende de la voluntad política. Hasta hace poco, se
trató a la Carta Magna como algo casi “sagrado” e inviolable. No
obstante, la emergencia de nuevas voluntades y fuerzas políticas,
están haciendo temblar el texto que –como veremos- adolece de
criterios fijos de interpretación. De hecho, la primacía de la
voluntad política sobre lo jurídico, explicaría por qué la
redacción de la Constitución careció de técnicos juristas y
politólogos apropiados o por qué un texto tan fundamental y se
redactó y discutió en tres meses. La respuesta es sencilla: urgía
para el nuevo entramado democrático –previamente diseñado como un
bipartidismo- y por eso nadie se detuvo a analizar el texto de la
carta Magna como un “todo” lógico y coherente. Más bien, el
proceso de redacción y discusión se asemejó a un mercadeo, donde
las discusiones de los ponentes no eran técnicas, sino sobre
pequeñas cuñas y matices que se empeñaban en introducir o sacar
del texto. La ausencia de técnicos impidió prever futuras
contradicciones en los desarrollos legislativos y que nos ha llevado
hasta la situación actual.
Un
proceso “constituyente” sin Cortes constituyentes
Los
expertos constitucionalistas suelen acordar las características de
un proceso constituyente para que sea legal y tenga legitimidad:
1.- Un
Proceso constituyente se origina de manera legítima, sin que sea
impuesto por la fuerza.
2.-Se
convocan por parte de una autoridad legítima unas elecciones libres
con carácter constituyente. Lo que se denomina comúnmente
elecciones constituyentes o elecciones para Cortes Constituyentes.
3.-La
asamblea crea equipos de trabajo e inicia debates sobre los esquemas
propuestos. Todo ello sin tutelaje ni imposición alguna.
4.-El
texto constituyente se somete a referéndum.
5.-Si
es aprobado, se proclama la Constitución.
Al
proceso constituyente español se le podrían poner muchas
objeciones. Si nos limitamos a las más fundamentales, serían dos.
Una que era inevitable: el tutelaje más que descarado de Estados
Unidos y otras potencias sobre el proceso de democratización
española. Hoy en día la literatura política al respecto es más
que suficiente para demostrar esta tutela y la escasa iniciativa del
“pueblo” en los procesos y procedimientos que se establecieron
para consolidar la democracia. A la sociedad española, sólo se le
pidió pasividad y que refrendaran un texto que se les ponía sobre
la mesa. La vigilancia y control al que estuvo sometido el proceso
“democratizador”, se debía tanto a las agencias de inteligencia
americanas como europeas, que no podían permitir que todo el sur de
Europa se convirtiera en una zona desestabilizada. Este control fue
especialmente preponderante desde el asesinato de Carrero Blanco,
hasta el Golpe de Estado del 23-F.
La
segunda objeción es que nunca hubo elecciones constituyentes ni por
tanto, en sentido estricto, Cortes Constituyentes. Hoy en día
prácticamente todos los manuales, ensayos, textos periodísticos,
tratan las elecciones de 1977, convocadas por Adolfo Suárez, como
elecciones de carácter constituyente, pero no fue así. El Decreto
del 15 de abril de ese año, convocó inequívocamente unas
elecciones para Cortes ordinarias. Para algunos especialistas,
aunque reconocen que nunca lo fueron de iure, justifican el
proceso porque lo acabaron siendo de facto. Si aceptamos esta
tesis, volveríamos a la cuestión planteada anteriormente: la
Constitución española carecería de legalidad, y su legitimidad se
debería a una mera imposición de facto. Según ciertos
expertos juristas, las imposiciones de facto pueden acabar
legitimándose en el tiempo. No obstante, la distinción entre la
legalidad y la legitimidad de esta Constitución es una herida
abierta que nunca se ha cerrado del todo. Por eso, cada vez son más
los que empiezan a dudar tanto de su legalidad como de su legitimidad
y desean cambiarla sea por cauces legales o simplemente por una
imposición mayoritaria.
Se
proponía hacer depender posibles reformas constitucionales de las
fuerzas y de las voluntades políticas y no tanto de “principios
legales” definidos desde la propia Constitución. El paradigma
empezaba a cambiar y sólo unos pocos escogidos se estaban
dando cuenta. Cuando el presidente Zapatero aceptó el reto de una
reforma estatutaria en Cataluña, la caja de Pandora se iba abrir y
liquidar el famoso “consenso”. Fue entonces cuando muchos vieron
que la Constitución podía quebrarse y con relativa facilidad. Ya
nada dependía de la Ley en sí misma, sino de voluntades políticas
y nuevos consensos.
Los
frutos del “consenso”.
Nadie
puede dudar de que el proceso constituyente cojeara desde un
principio, aunque nadie quiso reconocerlo. Por el contrario se
recurrió a la “sacralización” del texto constitucional y se
idealizó tanto el proceso como una inexistente “voluntad general”.
Esta sublimación llegó hasta el extremo de presentar a España como
modelo a seguir por todos aquellos países que pasaban de una
dictadura a una democracia. Pero la transición no fue tan idílica y
estuvo salpicada de presiones extranjeras, corruptelas internas,
traiciones, e incluso fue un proceso cruento que contó con años de
“plomo” provocados por un terrorismo sanguinario que contó con
el beneplácito y complacencia de muchos de los agentes implicados en
la transición.
El
sagrado “consenso” de la elite política emergente se
tradujo en que todos tenían que renegar a principios innegociables
en su fuero interno: hubo republicanos e izquierdistas que tuvieron
que aceptar la monarquía y viejos franquistas que aceptaron casi sin
rechistar el Estado de las Autonomías. Como por instinto de
supervivencia, los agentes intervinientes entendieron que todos
podían ganar, y mucho, si aceptaban ese “consenso” y
sacrificaban sus principios. Por tanto, los viejos o nuevos ideales,
esto es el maximalismo, debían replegarse y asentarse en el
minimalismo y en el pragmatismo. No habría perpetuación del antiguo
régimen ni revolución, sino un extraño híbrido en el que nadie
estaría cómodo pero en el que todos podían aprovecharse de un
nuevo estatus de privilegio.
Adolfo
Suárez pronunció una famosa frase para sintetizar el proceso que
debía llevar a una Constitución democrática: “Vamos a hacer
normal lo que en la calle ya es normal”. Sin embargo, esta frase
era engañosa. No se trataba de ajustar la Constitución a la
sociedad, sino lo que se pergeñó –sutilmente- fue una
transformación de la sociedad para adaptarla al espíritu de la
Constitución. A golpe de leyes y dinámicas políticas y mediáticas,
la sociedad española se transformó radicalmente en escasas décadas.
Pocos de los democristianos y centristas, eran capaces de imaginar
que esa Constitución que defendían a capa y espada abriría las
puertas a realidades sociales que en su fuero interno aborrecían.
Alguien podría pensar que este cambio era necesario pues el
franquismo habría “anquilosado” la sociedad, pero este punto de
vista es propio de los que no distinguen entre fundamentos
inamovibles de una sociedad y lo accidental o esencialmente dinámico
y transformador en las sociedades.
Mientras
que una parte de la derecha sociológica española creía asegurado
su status quo gracias a la Constitución, la izquierda se veía
más que agradecida pues –evidentemente- estaba negociando desde
una posición de fuerza más simbólica y “moral” que no real. Es
aquí donde el “consenso” por parte de la izquierda se fraguó
como infinitamente más hábil y sinuoso. Los temas sociales y
educativos, quedaron tan abiertos y desdibujados y bajo el amparo de
un lenguaje social y moderno que los primeros gobiernos democráticos
de izquierdas se lanzaron a modificar las leyes educativas, civiles y
penales que podían concernir a la familia y las estructuras
tradicionales de la sociedad o el concepto de justicia, del bien o el
mal moral. En menos de una generación, la legitimidad de las grandes
instituciones que protegía la Constitución aún era explícita,
pero empezaba a carecer del apoyo social.
En la
segunda generación, la actual, esas Instituciones han empezado a
perder vertiginosamente su legitimidad incluso se duda de su
legalidad. La derecha creía que había consolidado instituciones
como la Iglesia y el Ejército y salvaguardado la “unidad
nacional”. La izquierda, por el contrario, había abierto el camino
para apoderarse de la cultura y la enseñanza. Ello explicaría el
porqué de la evolución que hemos señalado anteriormente: de cómo
se pasó de considerar la Carta Magna como algo inviolable, a
mostrarse como un edificio tembloroso a punto de quebrar.
La
Constitución fue la cobertura legal para remover muchos principios
esenciales de la convivencia social y el Bien común, que
–evidentemente- no eran fruto del franquismo sino propios de todas
las sociedades bien ordenadas. Sin embargo, el mismo motor del cambio
social que fue en su momento la Constitución, ahora es vista por
muchos como un impedimento para nuevos cambios y más radicales. Por
tanto, bajo esta lógica, su arquitectónica debe ser derruida. El
único freno existente a esta voladura era el “consenso”, pero
este ha desaparecido. Con otras palabras, la Constitución del 78
lleva en sí el germen o espíritu de su propia disolución. Este
agente ha tardado cuatro décadas en manifestarse y ahora ya no se
puede detener.
Pero
el problema de la Constitución española no sólo deviene de su
falta de legitimidad real o de su carencia de legalidad por defectos
en el proceso constituyente. También en sus engranajes internos hay
muchas contradicciones e imperfecciones que, una vez desaparecido el
“consenso”, pueden convertir el texto en algo ineficaz por
contradictorio. Repasemos algunas de estas cuestiones:
-El ya
señalado defecto formal de su legalidad al ser encargada por unas
cortes ordinarias y no Cortes Constituyentes. Una vez desaparecido
éste, la “sacralidad” del texto que votaron los padres de la
mayoría de ciudadanos que no la votaron porque ni siquiera habían
nacido, carece de sentido.
- Hubo
un tutelaje control y monopolio del texto que impidió que otros
agentes sociales participaran en el famoso “consenso”. Un factor
de presión muy importante fue el espectacular aumento del desempleo
causado por la crisis del petróleo del 1974, la crisis económica
que se sucedería y el clima de violencia política. Todo ello causó
un miedo escénico en la mayoría de la población que la mantuvo
como mero espectador. Por eso, denuncian algunos autores, hubo falta
de la falta de transparencia de las etapas iniciales del proceso de
redacción y desde el propio Estado se propició la desmovilización
de las distintas formas de acción colectiva. Sólo tras la
aprobación de la Constitución se pudieron consolidar otros partidos
y sindicatos.
-En
todo proceso constituyente todos los grupos parlamentarios de las
Cortes constituyentes deberían estar representados. En el proceso
español no estuvieron presentes ni la minoría vasca ni el grupo
mixto; es decir, formaban parte de la ponencia de UCD, PSOE, PSUC,
Minoría Catalana y AP. He aquí una de las explicaciones de por qué
el PNV se abstuvo en la votación final del proyecto constitucional y
en Euskalherría, ganó el No sobre el Sí.
-La
Carta Magna combina dos dimensiones que pueden ser una ventaja o, por
el contrario, uno de sus elementos autodestructivos: es un texto a la
vez rígido y al mismo tiempo excesivamente flexible. Algún experto
lo ha definido como: “un texto ambiguo, farragoso y, en ocasiones,
oscuro e impreciso, fruto esencialmente de recoger precisiones y
matices de procedencia distinta y de `contentar a todos”.
Ello provoca que la Constitución tenga demasiadas incoherencias,
lagunas e incluso contradicciones en su articulado. Un caso más que
evidente es el deslinde entre las competencias del Estado y el de las
comunidades autónomas
-Otra
crítica es que es una Constitución excesivamente extensa y a la vez
inacabada. Muchos de los títulos de la constitución o artículos,
recurren a la fórmula “que se desarrollará en posteriores leyes
…”. Ello crea una situación compleja pues esta referencia a
futuras y posibles leyes orgánicas que han de “concretar” la
Constitución, convierten al legislativo en un poder constituyente
constante y –según las Cortes y gobiernos de turno-
contradictorio.
-La
Constitución es muchos aspectos es excesivamente abstracta: lo que
no prescribe tampoco queda prohibido, lo que llevará a la larga a
extensas legislaciones y normativizaciones para intenten regular
todos los aspectos de la vida social. Igualmente el texto se
inmiscuye en materias que no son de carácter constituyente y, por
tanto, permite fundamentar posteriormente leyes intrusivas frente a
la privacidad personal.
-La
Constitución queda en ese marco ambiguo de continuismo o ruptura. El
texto del 78 derogaba la Ley para la Reforma Política y –en
principio- se entendía que el resto de las Leyes Fundamentales del
franquismo. Pero en el punto 3 de la Disposición Derogatoria se
afirma que: “Asimismo quedan derogadas cuantas disposiciones se
opongan a lo establecido en esta constitución”. Es decir, en el
fondo no queda derogada toda la legislación pre-constitucional. El
Tribunal Constitucional en sentencia del 28 de junio de 1981, dice:
“aun afirmando que la promulgación de la Constitución no ha roto
la continuidad del orden jurídico preconstitucional más que con
respecto a aquellas normas que no pueden ser interpretadas de
conformidad con la Constitución”. De ahí que –pese a quien le
pese- la forma de gobierno en España, la monarquía, queda ligada a
la Ley de sucesión de 1947. Aunque muchos gobiernos han legislado
como su la Constitución fuera más bien una continuidad de la etapa
republicana.
-La
Constitución comporta un blindaje excesivo de unos derechos frente a
un débil anclaje de otros. Por ejemplo, quedan especialmente
protegidas la libertad de prensa (un guiño a la izquierda), o se
consagra el libre mercado (un guiño a la derecha). Por el contrario
otros derechos bonhomiítas, como el de la vivienda digna, derecho a
la cultura, laborales, etcétera, quedan recogidos en el capítulo
tercero como “principios rectores de la política social y
económica”. Con otras palabras, son un conjunto de buenas
intenciones o propósitos no concretados.
-La
metodología impuesta en su elaboración –como ya se ha dicho- fue
la del pragmatismo que permitió imponer el consenso como metodología
de la transición. Ello dura hasta nuestros días. En el texto se
mantiene lo que se denomina un “horizonte utópico”, esto es un
mundo ideal al que debe tender el legislador, pero que se supone que
nunca llegará, pues la propia realidad lo impide constantemente.
Un
ejemplo esencial: la definición de la “nación” y el olvido de
la palabra “España”
No
deja de asustar cómo un texto redactado en pocos meses y discutido
en poco tiempo por unas Cortes, puede llegar a determinar el futuro
de una sociedad. Entre los temas más fundamentales que sufrieron las
tensiones del “consenso” era el tema de la Nación, las
naciones históricas o el principio de autodeterminación. En
aquellos momentos se intuía la importancia de ciertos términos,
pero sólo ahora somos conscientes de cómo una redacción, en un
sentido u otro, en un texto constitucional puede transformar o abocar
al conflicto a toda una sociedad.
La
referencia a “España” y a los territorios que la integran
(artículo 2º del texto constitucional) generó un debate entre las
fuerzas políticas que implicaba directamente a los conceptos de
nación, nacionalidad y región. Con ello se intentaba justificar si
debía o no, y en caso afirmativo cómo, hacerse referencia a
determinadas entidades territoriales. Era evidente que lo que
subyacía era la discusión sobre el modelo de organización
territorial del Estado y, por tanto, del propio Estado.
Los
senadores reales –respecto al uso del término nación o
nacionalidad- se dividieron en dos posiciones muy distanciadas entre
sí. Unos realizaban una interpretación del significado de los
términos nación y nacionalidad como si fueran
sinónimos. Por ende, si se incorporaba en el texto constitucional el
término nacionalidad, referido a una región o parte de la nación,
suponía una fragrante contradicción y un conflicto seguro.
Otros senadores, deseaban tomar como punto de partida la
clásica distinción entre la “nación política” y la “nación
cultural” (o nacionalidad) para justificar el simultáneo
reconocimiento constitucional de una nación española y de distintas
nacionalidades o regiones en su seno. Evidentemente pecaban de
ingenuos y eran incapaces de sospechar que les estaban
proporcionando, para el futuro, “artillería anticonstitucional”
a los nacionalistas.
Los
sectores más conservadores plantearon constantemente en los debates
la eliminación de la alusión, en el artículo 2º de la futura
Constitución, a unas “nacionalidades” diferentes y distinguidas
de la “nación española”. Se argumentaba que “nacionalidad”
era una expresión ambigua y sin sustantividad propia, definida como
cualidad de pertenencia de cada individuo a una determinada nación y
que deriva, por tanto, de esta última. Reconocer en el texto
constitucional nacionalidades, vendría a ser como reconocer
implícitamente diferentes soberanías.
Otros
senadores reales alegaron que la ambigüedad del concepto daría
lugar a graves conflictos por su posible uso político, dado que
consideraba que nacionalidad: “se usa en el Derecho español
y en el de los demás países, y en el internacional, en los tratados
internacionales y en el uso común de la lengua en el sentido de que
es el vínculo de pertenencia o la cualidad de conducción de alguien
que pertenece a una nación". En cambio, en el texto
constitucional se desprendía que hablar de “nacionalidades” era
una referencia a “nación subordinada o subnación o parte de
nación” (Cortes Generales, Constitución de 1978, Trabajos
Parlamentarios, t. III y IV).
Paradójicamente
fue uno de los más conocidos falangistas, reciclado en “centrista”,
Landelino Lavilla, quien apostó por incluir –con ciertas
observaciones- el término nacionalidades. En su intervención
ante la comisión constitucional del Congreso de los Diputados de 9
de mayo de 1978, declaró: “[...] la utilización del término
nacionalidades [...] desde el punto de vista del Gobierno y de la
responsabilidad que supone en una visión dinámica de la historia y
de la política solo es aceptable como expresión de identidades
históricas y culturales que, para hacer auténticamente viable la
organización racional del Estado, han de ser reconocidas y
respetadas incluso en la propia dimensión política que les
corresponde, en la fecunda y superior unidad de España”. Este ex
franquista no hablaba por sí mismo, sino que exponía la línea
oficialista que había adoptado la UCD. Los centristas, en la
discusión parlamentaria del texto, abogaron casi unánimemente por
incluir el texto nacionalidades disociándolo del de “nación”
o de “Estado”.
Los
representantes del partido gubernamental, la UCD, como provenían en
su mayoría de la estructura de poder franquista y de sus más
distinguidas familias, tranquilizaron a los sectores más
conservadores que sustentaban la idea –sin fisuras- de la “nación”
española. La insistencia centrista de que hablar de nacionalidades
era una mera distinción semántica sin implicaciones políticas,
acabó siendo aceptada por los más escépticos y reticentes frente
al nacionalismo. Esta cesión, dolorosa para muchos de ellos, era
necesaria para salvaguardar el “consenso” con la izquierda y
ciertas “esencias” del antiguo Régimen que luego nunca nadie
supo definir o bien se evaporaron con el paso del tiempo.
Los
representantes de la UCD, en ese momento los líderes visibles del
proceso, no dejaban de afirmar que la inclusión del término
“nacionalidades” -concebidas en base a criterios
histórico/culturales, que no políticos- permitía
constitucionalizar a la “nación española” como soberana,
indivisible y titular de la autodeterminación. El colmo de la falta
de intuición, ceguera o inocencia, era que los sectores centristas
estaban más que convencidos que con esta cesión “semántica” en
el texto constitucional tendrían contentos y satisfechos ab
aeternum a los nacionalistas.
Quizá
uno de los puntos más cruciales y que estuvo a punto de cambiar toda
la arquitectónica actual, fue una ocurrencia que nadie había tenido
hasta ese momento. En pleno debate sobre la “nación” y las
“nacionalidades”, el senador nombrado por el Rey Luis Sánchez
Agesta presentaría una enmienda al artículo 2º en la que proponía
que se reconociera simultáneamente a una “nación española” a
la que consideraba “fundamento de una organización política
independiente”, junto a unas “nacionalidades” y “regiones”
a las que definía como “históricas” y “culturales”. Hasta
ese momento nadie había caído que en el texto constitucional se
hablaba de nación, pero no de nación española.
Años
más tarde, Fernando Garrido Falla, un experto constitucionalista,
reflexionaba: “Por lo que se refiere al Artículo 1º.2, quizás lo
más importante haya sido la introducción de la palabra «española»,
que elimina el peligro de cualquier interpretación del Texto
tendente a fraccionar la soberanía en los distintos pueblos de
España. En cambio, bien se observa que la diferencia con el actual
Artículo 2º consiste curiosamente en afirmar simultáneamente cada
uno de los dos principios antagónicos que en el mismo se contienen:
por una parte, la «unidad del Estado» se refuerza con la
«indisoluble unidad de la Nación española, patria común e
indivisible de todos los españoles», por otra, se consagra
definitivamente el novedoso término «nacionalidades», con un
sentido totalmente distinto del hasta entonces utilizado en el
Derecho Civil (pertenencia de un individuo a una determinada nación)
y que para muchos significó la posibilidad constitucional de
concebir a España (o, si se prefiere, al Estado español) como una
nación de naciones".
Los
posicionamientos de la UCD les alejaban del viejo Régimen (y así
tranquilizaban su conciencia de recién conversos al democratismo) y
eran felizmente compartidos por representantes del Partido Socialista
Obrero Español (PSOE) como Gregorio Peces-Barba o José María
Benegas y del nacionalismo catalán, como Miquel Roca, encantados de
que se diferenciaran los conceptos de “nación-Estado” y
“naciones sin Estado” o “nacionalidades”, asumiendo la
posibilidad de su coexistencia. Es significativo que los senadores de
designación real catalanes: Martín de Riquer, Mauricio Serrahima y
José María Socías, integrados en el Grupo Parlamentario de Entesa
dels Catalans, no intervinieron en los debates para defender el
término nacionalidad. Quizá ello se debió a que eran
hombres conservadores y les asustó el entusiasmo con que los
socialistas defendían esas propuestas.
Conclusión
y proyección: fin del “consenso” y la incertidumbre del futuro.
Tarde
o temprano las contradicciones de la Transición se acaban
evidenciando y a ello contribuye que está desapareciendo aquella
generación que la pilotó. Como símbolo evidente tenemos la
abdicación de Juan Carlos I y vemos cómo van falleciendo los
“padres” de la Constitución. Cuando esto ocurre, el viejo
“consenso” deja de existir, pues carece de sentido para la nueva
hornada de políticos y sus intereses. Es entonces cuando el texto
constitucional pierde su apariencia de sacralidad y se contempla
ahora como un mero papel que puede ser desbrozado y retocado sin el
menor rubor.
Todavía
algunos ingenuos creen en el poder casi “mágico” de la Carta
mágica, pero son incapaces de comprender que su fuerza derivaba de
unos pactos tácitos y explícitos entre agentes que ahora han ido
perdiendo todo peso político. Y este es el punto en el que estamos.
La arquitectónica constitucional empieza a carecer de legitimidad
para una parte de la población que no vivió la época de su
gestación y para la que los metarrelatos construidos sobre la
transición ya nada significan.
Igualmente
carece de legitimidad el texto constitucional para fuerzas
revolucionarias o centrífugas emergentes, pues ellos no participaron
de ese “consenso”. No es de extrañar por tanto, que se haya
pasado de la teoría de la inviolabilidad del texto constitucional a
las teorías de la “reforma-exprés” sostenida ya por muchos
juristas. Entre los más revolucionarios, como Pîsarello se afirma
que “La mayoría de medidas necesarias para una gestión
democrática de la crisis no puede plantearse ya, de manera realista,
dentro del marco constitucional de 1978, o si se prefiere, de lo que
se ha hecho de él. Impulsar nuevos procesos constituyentes desde
abajo, plurales y con capacidad de proyectarse en escalas más
amplias, comenzando por la europea, no es una tarea sencilla. Pero es
acaso la única alternativa sensata, a medio plazo, a la descarnada
ofensiva oligárquica que está prevaleciendo”.
Tras
el fracaso del llamado Plan Ibarretxe, frenado precisamente con la
cobertura de la estructura constitucional, la izquierda española y
el nacionalismo transversal, empezaron a agitar el fantasma de la
reforma constitucional. El nacionalismo vasco, que representaba el
PNV, había seguido las reglas de juego para alcanzar sus objetivos,
pero la “legalidad constitucional” los había truncado. La
conclusión era evidente: había que cambiar las reglas de juego. Por
entonces, una palabra prohibida hasta el momento, empezó a sonar en
ciertos círculos y medios que hasta entonces habían venerado la
Constitución, nos referimos al socialismo español: hacía falta una
reforma hacia el “federalismo asimétrico”.
La
caja de Pandora se ha ido abriendo imperceptiblemente, el ex
presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, tiene mucho
que ver en ello al dar luz verde al nuevo Estatut de Autonomía de
Cataluña. Los ponentes del Estatut supieron jugar hábilmente con el
término nacionalidad que ya había quedado plasmado en la
Constitución. Ello –y la voluntad política de Zapatero-
bloquearon la resolución del Tribunal constitucional el tiempo
suficiente como para crear un clima de frustración en Cataluña. La
eterna espera de la resolución fue hábilmente utilizada por las
fuerzas nacionalistas para radicalizar a sus bases.
Hoy,
cuando el radicalismo nacionalista se apresta al asalto de la
arquitectónica constitucional, muchos se empeñan en querer
defenderla como último baluarte de la unidad española. Pero es
preciso abrir los ojos y no dejarse engañar por la hábil estrategia
separatista. La Constitución es en sí un barco que se viene
hundiendo sólo desde hace décadas. El hundimiento era lento, por
eso genero la sensación de estabilidad y salvaguarda de ciertos
principios fundamentales como la unidad nacional. Pero lo cierto es
que el barco estaba mal construido y el desastre es inevitable. Poner
parches a la Constitución o intentar reforzar un edificio que
amenaza ruina es simplemente alargar una agonía. Por el contrario,
aferrarse a él, es darle la razón al nacionalismo separatista. Pues
es querer depositar la unidad de España en manos de una legitimidad
y legalidad que depende de voluntades. Y el nacionalismo ha
demostrado que sumando voluntades puede derrocar el edificio.
Los
que argumentan que la independencia no es posible porque es ilegal
constitucionalmente, ¿qué responderían cuando si se reformara la
Constitución y ésta permitiera legalmente una secesión? La
independencia o no de Cataluña no puede realizarse en el plano de la
legalidad sino de la moralidad y fidelidad a la esencia de la
Tradición hispana de Cataluña. Todo lo demás es retrasar el
desastre o darles más argumentos a los separatistas.
Quizá
sea el momento de plantear un nuevo y verdadero proceso
constituyente, pero la iniciativa no la pueden llevar aquellos que
por su odio a lo que representa España, no buscan más que acabar
con ella y diluirla en un mero marco jurídico. Posiblemente este
argumento que presentamos no lo entiendan muchos que se sienten
llamados a luchar por la unidad de la Patria, pero tenemos por cierto
que el tiempo nos acabará dando la razón.
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